Hay eventos, hay momentos en la vida, que uno recordará siempre por las más diversas razones. Mi mamá nunca olvidará la llegada del hombre a la luna (cuando la miró con sus amigas, por última vez, minutos antes de ser tocada por la mano del hombre) o el terremoto de Caracas. Mis primos mayores no olvidarán la muerte de Renny Ottolina o la de John Lennon, y así para cada generación. Algo parecido pasa con las películas. Yo siempre recordaré el momento y lugar precisos en que vi algunas de ellas. A mediados de los años ochenta, en un cine de la avenida Los Leones de Barquisimeto, vi la película “Starman”, la historia de un enviado extraterrestre que en la tierra conoce el dolor y el amor. Y aquella película me causó una impresión profunda. Con diez años no entendí el por qué. Con treinta y tres lo entiendo, o eso creo.Hace una semana me pasó lo mismo. Y perdonen si no les hablo de esta cinta como de un sofisticado y virtuoso logro cinematográfico, sino como una experiencia absolutamente humana.
Intensa, sí, porque en sí misma la película guarda estrecha relación con lo que creo es ya una tendencia, irreversible y virtuosa, del tiempo que vivimos y del que nos tocará vivir: la toma de una nueva conciencia.
“Milk” no es una biografía ni es una hagiografía o “vida de santos”. No es un manifiesto político o ideológico. No es un melodrama sentimental diseñado para conmover. Es una historia narrada con una sinceridad y naturalidad tales que, desde mi punto de vista, penetra en nuestras conciencias y nos cuestiona, nos obliga a ver hacia adentro. Esto es un logro que trasciende, por mucho, el mundo del cine y del espectáculo, o el de la política.
Pensemos por un momento que los hechos narrados brillantemente en “Milk” ocurrieron hace treinta años, que aunque en tiempo histórico es el equivalente de nada, en tiempo biológico a veces puede equivaler a una vida entera. Me pregunto que tanto hemos avanzado en la comprensión de nosotros mismos como mucho, infinitamente mucho más, que ciudadanos protegidos por leyes sabias y buenas, con derechos y deberes. Me pregunto si el triunfo de la razón basta, si es suficiente, para cambiar nuestro interior. Hasta ahora hay muchas preguntas. Ya vendrán las respuestas.
Si el cine puede (no debe) tener una función social, como honestamente lo creo, esta película, tal vez sin proponérselo, la tendrá. Que la vean los jóvenes en Bogotá, Caracas, Montreal o Milán y que, a la vez que teorizar y debatir sobre los aspectos fundamentales de los derechos humanos, los sientan con toda intensidad…
“Milk” no ganó el Oscar a la mejor película, pero eso ya no le hace falta…
No importa lo erudito que uno quiera parecer a veces, el Oscar es un evento que el entusiasta del cine siempre sigue.



