miércoles, 29 de agosto de 2012

La sombra de la vida: Melancolía, de Lars Von Trier


Por Christian Bronstein
Publicado originalmente en pijamasurf.com y reproducido con permiso del autor.

Desde la puesta escena, la estructuración narrativa y la historia en sí, Melancolía parece violar o transgredir los horizontes de expectativas tradicionales para mostrarse menos como el relato ordenado y coherente de las peripecias de su protagonista que como una especie de sueño extraño, desordenado y sombrío, inmoral o siniestro, como una pesadilla de esas que nos dejan en la mañana con una duda nebulosa o una angustia inexplicable. La película de Lars von Trier puede ser leída, en este sentido, como una expresión del inconsciente (del inconsciente colectivo en general y del inconsciente de Lars von Trier en particular) y nuestra propia experiencia cinematográfica de la película como un encuentro con un contenido del inconsciente. Así de psicodélica es la intensidad fascinante que Lars von Trier imprime a su film, del que podría decirse que su gran logro es no solo recrear a través de una cámara en todas sus honduras un estado del alma, sino arrastrar a los espectadores hacia este en la medida en que avanza el film.

La película se divide en dos partes. En la primera parte vemos como Justine (el personaje de Kirsten Dunst) navega entre sus fantasías internas melancólicas y las exigencias del mundo social. Puede verse en esta dicotomía la clásica relación entre los aspectos más extremos de la extroversión y la introversión. Estas dos funciones, dirá la psicología junguiana, constituyen los dos modos básicos de conocer y relacionarse con el mundo que las personas tienen, de acuerdo a la tendencia particular de su psique, siendo esta tendencia (hacia la introversión o la extroversión) el factor central que diferencia los dos tipos básicos de personalidad.

Mientras que la atención del extrovertido está dirigida principalmente hacia el “mundo exterior”, el mundo de  los objetos, de la gente y de la sociedad, el interés del introvertido se dirige principalmente a los procesos “internos”: la introspección, las fantasías y los pensamientos reflexivos personales. Mientras que el extrovertido suele encontrar sentido en el mundo social, en los valores culturales y en lo que sucede en su entorno más inmediato, el introvertido habita principalmente en su mundo interior, pudiendo parecerle el mundo externo una mera cáscara, un mundo de simulacros o (en sentido social) de formalismos vacíos. Si bien no hay personas totalmente introvertidas o totalmente extrovertidas, en cada individuo (y en cada momento especifico del desarrollo de su consciencia, podríamos agregar) hay una tendencia hacia uno u otro extremo.

Nuestra cultura occidental, pragmática, masculina y solar, se ha constituido como una cultura básicamente extrovertida, rechazando o reprimiendo la introversión como algo básicamente indeseable, femenino (peyorativamente), inútil, cuando no patológico o malévolo. Cuando la cultura favorece o rechaza un aspecto de la psique sobre el otro, el resultado natural de ello es un desequilibrio en la salud psíquica de la cultura. Para aquellos cuya tendencia es la introversión, esta se convierte en causa de contradicciones internas y dificultades de integración social. La cultura se convierte entonces en la Máscara, aquella que usamos para funcionar dentro de la lógica del mundo social sin entrar en contradicciones con este, ser rechazados o sancionados simbólicamente por él. Cuando la identificación con la Máscara social fuerza al ego a desplazar su propio sentido de identidad personal, obligándolo a reprimirlo y “adecuarlo” a una exigencia externa, esto suele convertirse en una de las causas de ese malestar psicológico que los antiguos llamaban “melancolía” y que nosotros denominados “depresión”: una enfermedad mental o desorden psíquico caracterizado por una falta de energía y de deseo, o una pérdida de sentido del deseo.

En la segunda parte de la historia de Lars von Trier vemos cómo un planeta desconocido y misterioso se acerca a la Tierra, inexorablemente. El advenimiento de este planeta, llamado precisamente Melancolía, coincide con el acrecentamiento del estado mental melancólico de la protagonista, que parece caracterizarse por esta “pérdida de sentido” en la realidad social (externa, extrovertida, tangible), lo que se traduce en una pérdida de energía para actuar en el mundo, al tiempo que una inmersión involuntaria en las imágenes de su fantasía (en términos junguianos, el mundo del alma). Luego de la experiencia traumática y desestructurante de la fallida boda, el personaje queda prácticamente desconectado de la experiencia externa del mundo —y su estado solo parece empeorar. El mundo exterior ya está “muerto” para Justine, incluso el alimento (símbolo de la vida) le sabe a cenizas.

La relación entre los tránsitos planetarios y los procesos psíquicos internos descansa sobre una relación simbólica muy antigua, que el filosofo e historiador de la cultura Richard Tarnas rastreó magistralmente en su reciente y fascinante libro Cosmos y Psique (2009), en donde exploró las correlaciones astrológicas históricas entre los tránsitos planetarios de nuestro sistema solar y los procesos arquetípicos del inconsciente personal y colectivo, sentando sólidas bases empíricas para una “astrología arquetipal”. Es muy notable cómo aun Lars von Trier, que opera dentro de un aparente nihilismo existencial y pérdida de conexión entre la psique y el cosmos, haya recurrido, sin embargo, acaso inconscientemente, a este arquetípico simbolismo hermético. En la simbólica astrológica, la melancolía es uno de los aspectos oscuros o negativos de Saturno, específicamente lo asociado al límite, la decadencia, la vejez de las cosas y la opresión. En el reino de los procesos biológicos, a la muerte.

Al tiempo que Melancolía se va acercando a la tierra, su resonancia arquetipal va impregnando a todos los personajes, uno tras otro, en el estado melancólico. La melancolía comienza como una duda y un miedo a la muerte física (dada la posibilidad de que el planeta impacte la Tierra destruyendo en el proceso toda la vida en ella), pero esta situación existencial parece ir arrastrándolos hacia otro temor, acaso más hondo y más profundo: la aniquilación de su ego. A medida que la Melancolía se acerca, esta otra muerte, caracterizada por una pérdida de sentido en la realidad externa, en la vida familiar y cotidiana, en todos los valores, proyectos e ideas que conforman al “ego” extrovertido y social y, en última instancia, en la misma condición de ser, comienza a caer sobre ellos como un peso ineludible. El enfrentamiento con la pérdida de sentido, el enfrentamiento con la muerte, constituye un aspecto de lo que en psicología junguiana se denomina “el encuentro con La Sombra”: aquellas realidades negadas, evitadas o reprimidas por el ego que vuelven desde el inconsciente con fuerza devastadora. De hecho, en la historia, Melancolía es un planeta que estaba escondido detrás del Sol, siendo el Sol astrológicamente el “planeta” vinculado al ego.

Es notable cómo a medida que Melancolía se acerca a Tierra y el planeta entero comienza a ser “tomado” por la misma disposición psíquica y todas las máscaras sociales comienzan a desintegrarse, solo entonces Justine parece ser liberada de la opresión del mundo, pasando a ser realmente ella, sin contradicciones, e incluso parece sentirse plena. Ya sin máscaras entre su pérdida de sentido hacia el mundo social y sus ensoñaciones internas, desnuda (simbólica y literalmente), experimenta un momento numinoso plenamente en contacto con su alma. En términos astrológicos, podemos ver en esta experiencia del personaje una auténtica experiencia “venusina”. Marsilio Ficino, posiblemente el astrólogo neo-platónico más importante de la historia, consideraba que la melancolía saturniana debía tratarse recurriendo a las experiencias  que corresponden a los planetas que equilibran a Saturno, especialmente Venus: «Venus modera a Saturno y por lo tanto un melancólico debiera ir por espacios venusinos: largas caminatas por la naturaleza, mucha luz en los cuartos, los perfumes, los aromas, los metales, la alimentación que refleje todo de este tipo de vibración» (citado en Enrique Eskenazi, Saturno y el don de la melancolía, 2005).

Mientras tanto, el ego de los otros personajes es lentamente avasallado y consumido en el horror de la pérdida de sentido de todos los valores que antes lo habían constituido y en el miedo a la aniquilación inminente. Podemos ver este enfrentamiento reflejado en la actitud de John (el personaje de Kiefer Sutherland), quien siendo el más pragmático, “sensato” y optimista (i. e., solar), recurre al suicido cuando se ve obligado a aceptar existencialmente la muerte y mirarla a la cara.

Y es justamente la introvertida y melancólica Justine el único personaje que enfrenta la muerte a la cara y no le teme. La asunción de la muerte, para Lars von Trier, no constituye sin embargo una liberación del ego y una nueva libertad, sino que se expresa como el más hondo nihilismo existencial, el que a pesar de ser negado y reprimido por la Máscara social, retorna para imponer su realidad. Y su realidad es pulsión de muerte: el deseo de perderse en el estado anterior a la consciencia, indiferenciado, y la sensación de que la consciencia es de hecho un error, algo vil, algo malo. Justine afirma literalmente que la “vida” es maligna, creando una nueva versión del arquetipo de la Caída. Podríamos decir que Lars Von Trier expresa en las palabras de Justine un retro-romanticismo que quiere escapar allá en donde la consciencia melancólica ya no deba ser experimentada, buscando el paraíso pérdido más lejos de lo que lo buscan los románticos habituales. Justine no puede encontrar el paraíso pérdido en ningún pasado humano, ni siquiera en ningún pasado animal o vegetal. Para poder retornar (escapar) al supuesto mundo de la nada, a la inconsciencia pura y prístina, perfecta e implícitamente “natural”, que la emergencia antinatural de la vida perturbó y corrompió, toda la vida (el límite en el que Justine traza el concepto de “vida”, en realidad) debe ser aniquilada. La existencia de la vida en la Tierra, desde las formas más simples hasta los humanos, se convierte entonces en un horrendo error cósmico, una especie de crimen primordial, lo que constituye una cosmovisión profundamente dualista que expresa el profundo sentido de desconexión entre “psique” y “cosmos” que acaso se encuentra detrás de la propia melancolía de Lars Von Trier. «Es esta noción dualista (la noción de que nos podemos desviar de la Corriente real del Cosmos) la que coloca una visión del mundo zoroastrina, extremadamente arrogante, egocéntrica y regresiva, una visión que no advierte el hecho de que el Gran Espíritu, si realmente es Grande, debe estar incluso detrás de esos movimientos que nos parecen desviaciones. Todo ello pasa por alto que, como diría el zen, “aquello de lo que uno se puede desviar no es el verdadero Tao”» (Ken Wilber, Sexo, ecología, espiritualidad, 1995).

De las diversas y variadas críticas, positivas y negativas, que la película de Lars von Trier recibió, dos comentarios son notables:

“…audaz, bella, sutil y quizá la réplica perfecta a The Tree of Life en una sesión doble bipolar.” (Kim Newman: Empire).
“Quizás esta película es un tipo de terapia para Lars von Trier que implica transferir su depresión al público” (Peter Bradshaw: Guardian).

La melancolía, que Lars von Trier quiere transmitirnos a lo largo del film y con la que pretende avasallarnos y arrastrarnos hacia ella es la misma que avasalla y arrastra a sus personajes, probablemente la misma que lo avasalla y arrastra a él mismo. Porque en términos de la psicología arquetipal, la melancolía es otra perspectiva mítica, una disposición arquetipal, entre muchas. Posiblemente una disposición angustiosa nacida de una pérdida de equilibrio anímico o una profunda pérdida de sentido existencial de y conexión vital y espiritual con el mundo. De ahí que la comparación con Tree of Life resulte especialmente adecuada, ya que la resplandeciente película de Terrence Malick parece presentar la perspectiva arquetipal justamente opuesta: la presencia del espíritu, del significado trascendente, de la unidad espiritual entre la vida humana y el devenir de la vida cósmica.

Sin embargo, desde la perspectiva arquetipal, la melancolía puede ser también un paso necesario, una experiencia de curación, el primer paso de la cárcel a la libertad y de la mentira a la sinceridad. Puede ser también la nigredo de los alquimistas, el proceso alquímico de la muerte del viejo ego y de las perspectivas limitadoras y falsas que lo constreñían. En palabras de James Hillman: «[...] la pérdida significa perder lo que fue, queremos cambiar pero no queremos perder, sin tiempo para la pérdida no tenemos tiempo para el alma. El alma sabe acerca del caos de la cultura en el que estamos, de alguna manera si no estamos en duelo, entonces estamos fuera de contacto con el alma, de modo que subyacente a la depresión hay una adaptación a la condición subyacente del mundo. A veces creo que hay una depresión subyacente en nuestra cultura y me hace pensar que si uno no está deprimido uno es anormal, porque el alma sabe acerca de la destrucción de los árboles, de la destrucción de los edificios, de la fealdad que se está desparramando, del caos de la cultura en muchas maneras y de alguna manera si no estás en duelo con lo que está ocurriendo en el mundo, entonces estás separado del alma del mundo[...]. La depresión es todavía el gran enemigo, y sin embargo a través de la depresión entramos en la profundidad y en las profundidades encontramos alma. La depresión es esencial para el sentimiento trágico de la vida, humedece el alma seca y seca al alma mojada, trae refugio, limitación, foco, gravedad, peso y humilde impotencia; recuerda a la muerte. La verdadera revolución en nombre del alma comienza con el individuo que puede ser fiel a su depresión» (Hillman, Loose Ends, 1983).

¿Podríamos ver, entonces, estas dos experiencias emergidas del alma de Lars von Trier y de Terrence Malick no solo como imágenes dualistas y contradictorias de dos visiones del mundo sino como las dos caras complementarias de un solo proceso, inminente, de muerte y transformación cultural? ¿Podríamos ver en estas el símbolo de la muerte del viejo ego y del advenimiento resplandeciente de una nueva consciencia? A nuestro alrededor, y en nuestro interior, ¿quién no puede sentir que algo está muriendo y algo está naciendo? Acaso lo que se escucha en los films de Lars von Trier y de Terrence Malick no sea simplemente la voz de sus autores sino la propia voz del alma. Ambos relatos nos hablan de la muerte, ambos pueden inundarnos y conmovernos, como cuando vemos el rostro innegable de una verdad. ¿Y quién puede escapar de la muerte? ¡Y qué errados en querer escapar de ella, como si no estuviera presente a cada instante, en cada exhalación! La muerte es la eterna puerta del renacimiento del alma.

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